El aniversario de la teoría de la
evolución suele celebrarse el 24 de noviembre, día en el que Darwin publicó su
libro “El origen de las especies” (1859). Sin embargo, esta visión de la
historia obvia una fecha aún más importante para entender cómo se gestó la
teoría de la evolución. El 1 de julio de 1858, en la Sociedad Linneana de
Londres se presentó un resumen de una teoría de la selección natural; sus
autores eran Charles Darwin y Alfred Russel Wallace, y con ella explicaban la
evolución de las especies. Ese día nacieron la biología y el evolucionismo
modernos.
La evolución no fue una ocurrencia
genial y solitaria de Darwin. La idea llevaba casi un siglo flotando en el
ambiente científico. Linneo, Lamark, Erasmus Darwin (abuelo de Charles) y otros
grandes científicos habían teorizado acerca de lo que por entonces se llamaba
transmutación de las especies. Pero la sociedad victoriana rechazaba esa y
otras ideas revolucionarias, que sugerían explicaciones no teológicas para la
disposición de los continentes, la naturaleza del intelecto humano o los
orígenes mismos de la vida.
Retrato de Charles Darwin (alrededor de 1859). Crédito: Maull and Fox
A la conclusión de su célebre viaje
en el Beagle, en octubre de 1836, el joven Charles Darwin (1809-1882) fue
acogido por esa élite científica victoriana. Por aquel entonces ya tenía
bastante clara su teoría de la evolución, y sabía las ampollas que levantaría.
Ese temor fue una de las claves que retrasó la publicación de la teoría.
Tuvieron que pasar más de 20 años hasta que en junio de 1858, un Darwin ya en
la madurez recibió una carta de Alfred Russel Wallace (1823-1913). Aquel joven,
que estaba en medio de una expedición naturalista en el archipiélago malayo,
había llegado de manera independiente a la misma conclusión: la selección
natural como mecanismo que determina la adaptación y especiación de los seres
vivos, al margen de la influencia divina. Un Wallace, humilde y casi ingenuo
escribió a Darwin entonces para que le diera su opinión y, si lo veía pertinente,
enviara el resumen de sus ideas al eminente geólogo Charles Lyell.
Darwin, hasta entonces reticente a
publicar su teoría, se decidió a hacerlo. Así, él y su círculo de científicos
allegados organizaron un documento conjunto para ser leído en la siguiente
reunión de la Sociedad Linneana, aunque ninguno de los dos pudo asistir.
Wallace estaba todavía en Malasia y Darwin estaba de luto, por la muerte de su
hijo de 19 meses de edad tan solo tres días antes.}
Retrato de Alfred Russel Wallace
(alrededor de 1863). Crédito: National Portrait Gallery
Aquél día marca un antes y un
después en la historia de la biología. Pero el artículo conjunto de Darwin y
Wallace no causó una sensación inmediata. El propio Wallace se enteró de ello
mucho después, cuando “El origen de las especies” ya había sido publicado y se
había desatado el esperado escándalo. Pero lejos de considerar que el más
famoso y veterano naturalista se había apropiado de su idea, Wallace fue uno de
los grandes defensores de las ideas de Darwin. Tanto es así que en los años
1930, cuando resurgieron las ideas de la evolución con la fuerza que hoy
poseen, “Darwinismo” (1889) escrito por el propio Wallace era la versión más
reciente y completa escrita sobre el evolucionismo y el título de referencia.
Las circunstancias de la época y la
idiosincrasia personal de cada uno hicieron que Darwin pasara a la historia por
la puerta grande y que, en cambio, el nombre de Alfred Russel Wallace no figure
en los libros de primaria, ni en placas en calles, parques y plazas. No, por lo
menos, hasta el día de hoy.
Es archiconocido cómo Charles Darwin
intuyó la idea de la selección natural tras examinar las diferentes especies de
pinzones de las islas Galápagos, recogidos en una escala del viaje del Beagle.
Reivindicamos aquí a Wallace, contando cómo llegó por su cuenta a la misma
idea:
Con la excusa de la recolección de
especímenes para los coleccionistas de Inglaterra, Wallace pasó 8 años en lo
que sería uno de los mayores viajes de descubrimiento del siglo XIX. Primero
dio cuenta de las extrañas subespecies de origen asiático de las islas más
occidentales del archipiélago malayo; luego, de su ausencia en las islas
orientales, donde sin embargo aparecen extrañas especies de origen australiano.
Intuyó así dos familias de animales pertenecientes a dos continentes bien
diferenciados separados por fosas marinas (la llamada línea de Wallace) que, de
hecho estuvieron en su día unidos a lo que ahora son cientos de islas aisladas.
Intuyó también que este aislamiento había diferenciado a las especies. Y
además, ante la inmensa cantidad de estas catalogadas, observó una continuidad
entre todas ellas, un parentesco. Dedujo así no solo una teoría de la
evolución, sino los mecanismos y efectos que la rigen y, lo que es más, la enmarcó
dentro de una nueva manera de entender la geografía: Wallace es el padre de la
biogeografía. Y eso nadie se lo disputa.
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