Licenciado
en Teología y en Física, tras colgar el hábito se marchó en 1961 a Estados
Unidos para estudiar con Theodosius Dobzhansky, uno de los genetistas más
relevantes de la época y del que fue íntimo amigo (“murió en mi coche, camino
del hospital”). Hoy, Francisco José Ayala dirige el departamento de Biología
Evolutiva de la Universidad de California (Irvine). Y sus contribuciones han
sido clave, entre otras cosas, para entender el llamado reloj molecular, el
mecanismo biológico que permite comprobar lo alejadas que están dos especies.
Usted
cursó el bachillerato en el Madrid de los años cuarenta, en el colegio de los
escolapios, y decidió estudiar Teología con los dominicos en Salamanca. ¿Cómo
se llega desde ahí hasta la Física? En
realidad no llego de una a otra, las hice al mismo tiempo. Tenía interés en la
religión, así que entré en los dominicos, en Salamanca, pero al mismo tiempo
estaba matriculado por libre en Físicas en la Complutense.
Pero
terminó como biólogo. Entonces ocurrió una
cosa interesante y decisiva en mi vida: en primero de carrera tenía una
asignatura de Biología y había que hacer prácticas. Encontré en Salamanca a un
profesor de Genética, Fernando Galán, que estaba dispuesto a que yo hiciera las
prácticas en su laboratorio. Y allí, investigando con la Drosophila [la mosca
del vinagre], me aficioné a la genética. También por entonces leí a Teilhard de
Chardin, con lo que me interesé en la evolución, aunque hoy creo que aquello,
más que ciencia, era poesía, literatura.
Y
entonces abandonó la orden. Sí, lo
había decidido antes, pero me convencieron para que terminara la licenciatura
en Teología, me ordenara sacerdote y luego ya veríamos. Supongo que pensaban
que me quedaría, pero, tras licenciarme y ordenarme, me fui. Había decidido que
quería hacer un doctorado en Biología.
¿Es
impertinente preguntar si cree o no en Dios? No, no lo es, pero no respondo nunca. Si dijera que sí, algunos dirían:
“Claro, por eso dice lo que dice”. Si respondo que no, lo mismo, así que
prefiero no responder.
¿Cómo llegó a estudiar con Theodosius Dobzhansky,
el genetista más influyente del mundo en ese momento? Gracias a Fernando Galán, el profesor que me había dejado hacer
experimentos en su laboratorio, y a su maestro, Antonio de Zulueta, que me
convencieron de que saliera de España para hacer el doctorado. Zulueta, el
genetista más importante de España en los años treinta, había estudiado en
California con Thomas H. Morgan, que era entonces el más reconocido del mundo,
y en su laboratorio había coincidido con Dobzhansky y se habían hecho amigos.
Zulueta le escribió para que me aceptara como estudiante de doctorado y aceptó
incluso antes de saber el tema. Se fiaba mucho de Zulueta. Así llegué a Estados
Unidos en 1961.
¿Fue ya
con la idea de quedarse o de volver? Yo tenía
intención de hacer el doctorado y volver, pero Dobzhansky me ofreció, al
terminar el doctorado en la Universidad de Columbia, en 1964, que me fuera con
él a la Universidad Rockefeller, donde acababan de darle un puesto. La
Universidad Rockefeller tenía entonces 250 profesores, entre ellos 12 premios
Nobel, y 50 alumnos. No era comparable con España, era de una distinción
fabulosa. Primero me ofrecieron un contrato como posdoctoral y luego me
buscaron una plaza de profesor ayudante.
Y de ahí
marchó a la Universidad Davis, en California. Sí, en 1970. Para entonces ya me había casado, tenía un hijo y
esperábamos otro, y buscamos un sitio mejor para educarlos, porque en aquella
parte de Nueva York –yo vivía en la calle 59, junto a Central Park– no había
colegios adecuados. Entonces me ofrecieron, sin pedirlo –en eso he tenido mucha
suerte, siempre me han llegado las cosas sin buscarlas–, un laboratorio en
Davis, donde estaban montando un gran centro de genética de poblaciones, algo
que me interesaba mucho. Davis era el sitio ideal para vivir con los niños, así
que nos trasladamos. Era una ciudad muy aburrida, lo sigue siendo; teníamos que
ir a San Francisco para ir a cenar a un buen restaurante o a la ópera.
Y allí
también se fue con Dobzhansky. Justo
entonces Dobzhansky se jubilaba, porque era obligatorio hacerlo a los 70,
afortunadamente ya no, así que dije que muy bien, que iba, pero que llevaba de
adjunto a Dobzhansky, de quien para entonces era muy amigo. Nunca me ha querido
nadie en el mundo tanto como allí cuando dije eso, que llevaba a la persona más
distinguida en el campo de genética de la evolución. Cinco años después
Dobzhansky murió en mi coche, mientras le llevaba al hospital tras un ataque al
corazón.
Además de
investigar y publicar mucho, usted ha formado parte de muchos comités, incluso
ha presidido la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, la unión de
científicos más importante del mundo.
También empecé en eso con Dobzhansky, que odiaba la burocracia y los papeles,
mientras que a mí también me ha interesado la administración de la
investigación. Relativamente joven, a los cuarenta y pocos, me eligieron para
formar parte de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, cuando allí
no había muchos expertos en evolución. Cuando los chicos ya se fueron a otras
universidades, nos mudamos a la de Irvine, en California, donde sigo en la
actualidad, porque me atraía la gestión y la idea de crear un departamento
desde cero.
Desde la
Academia de Ciencias participó en el comienzo del Proyecto Genoma Humano. Más o menos entonces me habían elegido miembro de la Academia Nacional
de Ciencias, con unos 45 años, muy joven para lo habitual, probablemente porque
no había muchos evolucionistas. Yo empecé a desempeñar un papel importante al
ser el director de la sección de Biología. La Academia hace muchos informes por
encargo del Gobierno, de quien es asesor desde los tiempos en que se creó, con
Lincoln. Cada año se publican entre 150 y 200 estudios, y son de todo tipo. Una
de las cosas que se plantearon fue secuenciar el genoma, pero no sabíamos cómo
hacerlo. A mediados de los ochenta empezó a haber métodos de secuenciación y se
pensó en hacerlo, y se preguntó a la Academia si se debía hacer, y nuestro
comité dijo que sí, que se hiciera. Se calculó que se tardarían 15 años y que
costaría unos 3.000 millones de dólares. Luego se terminó dos años antes y con
menor coste.
¿Hubo
exceso de optimismo con el proyecto pensando que serviría para curar todo? Sí, cierta ingenuidad. Se decía que, al tener el genoma secuenciado,
sabríamos lo que somos. Yo ya lo criticaba, la persona es más que eso. Hemos
aprendido algunos párrafos aquí o allí, alguna palabra. Tenemos 500 volúmenes
del tamaño del Quijote, pero no entendemos el idioma aunque conozcamos las
letras.
De hecho
se anunció con gran bombo que se había descifrado y no sabíamos cuántos genes
había. Y no lo sabemos todavía.
¿No hubo
un exceso de operación de relaciones públicas, lo que generó demasiadas
expectativas? Sí, lo hubo, y en cierto sentido no es malo,
permite generar fondos y puestos de investigación. Y quizá en ciertos niveles
sí se generaron esas expectativas excesivas, pero se cumplieron en otros.
El premio
Nobel James Watson, quien junto a Crick propuso en 1953 la estructura de doble
hélice para la molécula del ADN, alentaba esas expectativas. Yo escribí también entonces contra Watson y otros optimistas, aunque tenían
menos imagen pública. Lo que pasó como resultado de la investigación del
genoma, que ni yo ni nadie anticipamos, es que contribuyó a generar unas
tecnologías que ahora nos permiten manipular el ADN y hacer muchas otras cosas.
Hoy día podemos secuenciar el genoma de un individuo en una semana por unos
10.000 dólares.
¿Tiene
alguna utilidad esa secuenciación? Creo que
se hace mayoritariamente por vanidad, por decir “tengo mi genoma secuenciado”.
A veces sí es útil para buscar algún defecto hereditario serio, pero para eso
no hace falta secuenciar todo el genoma, solo la zona en la que se sabe que
estarían esos genes.
¿Cómo van
los avances en terapia? La
terapia es otra cosa, pero para algunas enfermedades ya hay, como para la corea
de Huntington [una enfermedad neurológica grave], que no se manifiesta hasta
los 40 o 45 años, pero que se puede conocer y tratar de antemano. Otras
enfermedades, como la fenilcetonuria, también se tratan bien, aunque con
terapias convencionales. Y hay un caso interesante, la anemia falciforme, que
afecta a los glóbulos rojos y puede ser letal si la tienen los dos progenitores
y se hereda de ambos, pero que protege contra la malaria si se tiene solo uno
de los genes. Se puede tratar extrayendo células madre de la espina dorsal e
introduciendo en ellas el gen sano con la tecnología que ahora tenemos y
reimplantándolas en el individuo. Conseguimos éxito en suficientes células como
para que muchos glóbulos rojos sean normales y el individuo pueda sobrevivir.
¿Y la
curación en células germinales? Eso
sería lo ideal, corregir el problema en las células germinales, en los óvulos y
en el esperma. Si se corrige ahí, lo engendrado no tiene el defecto, pero no
tenemos la técnica todavía. Se tendrá en 4, 10, 20 años…, no se sabe cuándo, pero
llegará.
Desde
hace bastante, la evolución es una teoría más allá de toda duda. ¿Por qué sigue
siendo tan discutida? Por prejuicios e
ignorancia. Hay estadísticas chocantes que dicen que si se coge a un grupo de
una iglesia y se les pregunta si aceptan la evolución, el 70% u 80% dicen que
no; y si se hace la prueba de decirles que hay evidencia científica contundente
de que es un hecho, todavía un 50% responde que no, porque creen que va contra
su fe religiosa. Y no tiene por qué ir.
¿Fue una
cura de humildad saber que solo tenemos 20.000 genes, poco más del doble que un
gusano? Eso fue una sorpresa para mucha gente. Primero se
pensó que teníamos millones de genes; luego, que unos 50.000, y ahora se cree
que unos 20.000. Sabemos que hay parte de genoma que desempeña un papel en la
herencia aunque no esté codificando proteínas. Si se quiere llamar humildad,
puede ser. Ahora entendemos que es más complejo de lo que se pensaba.
¿Qué nos
falta por saber? Más de lo que nos faltaba hace 50 años. El
conocimiento científico es como una isla y ahí está todo lo que sabemos. El
océano es lo que no sabemos; y no podemos preguntarle al océano, solo podemos
investigar en la orilla, en los bordes de la isla. Si aumenta el perímetro de
la isla, aumenta el conocimiento, pero también lo que no sabemos. Podemos hacer
más preguntas, así que hay más cosas que no sabemos.
Usted
atribuye un papel importante en la evolución humana de la inteligencia a la
ovulación críptica, es decir, a que no sea evidente cuándo las mujeres son
fértiles. ¿Por qué? Creo que la
formación de sociedades complejas se debe, a mi juicio, además de a otros
factores, a la ovulación críptica. Cuando una chimpancé o una gorila tienen el
estro, los órganos genitales se hinchan y adquieren un color vivo, anuncia “soy
fértil”. Entonces el macho se aparea y luego se va a buscar a otra hembra,
porque es lo mejor desde el punto de vista evolutivo. Si no se sabe cuándo se
produce la ovulación, eso da lugar a la familia nuclear, en la que el macho se
queda porque no está seguro de haber fertilizado con sus genes a la hembra, y
es el origen de la vida social. Estructuras sociales más y más complejas que
requieren también más inteligencia.
¿Qué
opina de las teorías del primatólogo Frans de Waal y otros sobre la moralidad
como una característica biológica anterior y común en los primates? De Waal no se cree mucho de lo que dice, me parece. Sus experimentos no
están bien hechos, y otros experimentos parecidos han dado otros resultados. No
hay moral animal, porque para que haya moral, uno tiene que anticipar las
consecuencias de los actos. Ser moral es juzgar una acción como buena o mala, y
eso solo se puede hacer en función de las consecuencias. Apretar el gatillo es
una acción moral solo si sé que la bala matará a mi enemigo. No hay moralidad
animal, en esto soy muy extremo, como tampoco creo que los animales tengan
conciencia de que existen como individuos.
¿Qué
opina de la clonación humana? No se
podrá nunca clonar a personas. Se pueden clonar los genes, pero siempre será
una persona distinta; para que saliera Francisco Ayala de nuevo habría que
poner los genes en un óvulo fecundado en el seno de mi madre y tendría que
tener las mismas experiencias, amigos, colegios y todo igual que yo. La persona
es la consecuencia de todas las experiencias, no solo los genes. Pero el
antideterminismo extremo, decir que los genes no hacen nada, también es
erróneo.
Usted ve
España desde lejos y desde cerca. ¿Qué opina de la política científica que se
hace en nuestro país? La política científica actual en España es un desastre.
La ciencia, cuando yo era estudiante, estaba muy mal y cambió mucho tras el
Gobierno socialista, lo digo porque fue como fue: la manera de pensar de ese
Gobierno era más procientífica. La producción científica aumentó en la década
de los ochenta: en revistas de primera categoría, por un factor de cinco, y el
número de citas en artículos, un 17%. Parte de lo que pasó es que la inversión
entonces creció del 0,45% a cerca del 1% para el año 1989. En ese momento se pretendía
llegar al 2%, pero luego hay una crisis económica, un cambio de Gobierno, y
España se queda en el 1%. Subió al 1,4% y ha bajado de nuevo, así que estamos
donde estábamos en 1989 y muy por debajo de la media europea y de los países
más avanzados.
¿Cómo
podemos cambiar el paso para hacer cierto eso del cambio de modelo? No hay convicción ni en el público ni en las personas de gobierno, los
legisladores. No hay convicción de que la ciencia paga. Cuando George W. Bush
quiso cortar el presupuesto de ciencia, los de su partido le dijeron que no. Se
sabe que el 50% del aumento económico de Estados Unidos desde la guerra mundial
se debe a descubrimientos científicos hechos tras la guerra. Eso allí se
entiende y aquí no.
Este año
ya ha publicado dos nuevos libros en España. ¿Qué importancia le concede al
papel de los investigadores como divulgadores? Hay tres más en camino. Unos científicos tienen que hacer ciencia;
otros, enseñar en las escuelas, y otros, trabajar en divulgación. Pero en este
sentido los periodistas son más importantes porque pueden desempeñar el papel
clave. La prensa española publica muy poco sobre ciencia.
Se ha
levantado (en España) una polémica a causa de un niño enfermo de difteria al
que sus padres no quisieron vacunar y finalmente ha fallecido. ¿Qué le parece? Tan anticientífico como ir contra la evolución por creer en Adán y Eva.
Una barbaridad. Si se empieza a dejar de aplicar vacunas, habrá tremendas
epidemias. Si no hubiera vacunas, las personas vivirían en promedio 30 años
menos. La prueba de las vacunas es tan convincente y definitiva que es absurdo
que haya gente inteligente que lo niegue, y los que lo niegan es porque no se
han tomado la molestia de saber qué son.
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